Los años en el Partido de Papá habían dado su fruto y me habían enchufado de asesor de la alcaldesa. En realidad a mí la política me daba igual, pero mis papis me habían pagado el máster de relaciones internacionales con visión de futuro. En cuanto don Alberto fue nombrado ministro y dejó la alcaldía mi amado papá movió ficha. Así que, pese a mi juventud, aquí me veía: en un despacho compartido con otros dos repeinados como yo, leyendo la prensa, enviando tweets institucionales y pensando en chistes y ocurrencias varias para rellenar los tiempos muertos de los discursos oficiales que escribía un tal Moraleda, a quien nadie conocíamos ni habíamos visto jamás.
Yo la verdad que en el máster mucho mucho, lo que se dice mucho, no había estudiado. Pero me solía sentar al lado de Buitrago, que era hijo de un banquero medio importante. El tal Buitrago acostumbraba a soltar en clase comentarios y chistes descacharrantes que nos hacían reír a todos. Gracias a sus ocurrencias del ayer estaba logrando hoy destacar entre aquella cuadrilla de asesores: intentaba recordar sus historietas y copiaba sus chistes de la misma manera que le copié en el examen de "Derechos Humanos: Usos, aplicaciones y fundamentos II". Al final todos aquellos apuntes y horas de biblioteca no me habían servido para nada: lo más útil que había sacado de aquellas horas grises en aquella universidad norteamericana eran, curiosamente, los chistes de paletos, homosexuales y retrasados mentales de Buitrago.
Una tarde en la que me quedé a hacer horas extras actualizando mi facebook, vino a verme la alcaldesa:
- Antonio, ¿sabías qué?
- Hola - dije minimizando la pantalla- ¿Qué? ¿Qué sucede?
- ¡He subido medio punto en las encuestas!
- ¡Ah! ¡Genial! Me alegro, me alegro mucho, Ana...
Yo le llamaba Ana porque así me lo había pedido ella: "Antonio, somos compañeros en un viaje maravilloso y la cercanía en el equipo ha de llevarnos a buen puerto. Llámame Ana...". Eso me dijo el día que la conocí. Enseguida descubrí que esto último, lo de que "la cercanía ha de llevarnos a buen puerto", era de Moraleda. Odiaba a aquel tipo extraño y desconocido a quien todos parecían admirar y adular...
- ¿Y qué estás haciendo, Antonio?
- Revisando unos balances -Mentí
- Bueno, y yo ahora tengo cita en la peluquería pero, ¿te gustaría que nos viésemos luego para hablar de las próximas ruedas de prensa? Lo digo por si tienes pensado seguir trabajando, claro...
- ¿Eh? Sí, sí... De acuerdo, sí... ¿Pero dónde nos reunimos? Aquí van a cerrar dentro de un par de horas y el plan de austeridad no permite que el conserje haga horas extras... Sería un despilfarro, Ana...
- Cierto, cierto... ¡Estás en todo Antonio!... En ese caso será mejor que vengas directamente a mi casa... Si no tienes inconveniente, claro...
- Iré -Dije sin pensar
El resto de la tarde estuve nervioso. No quise moverme de la oficina, en parte porque ir hasta mi casa y luego desplazarme a la suya era tontería, no me daba tiempo casi, y en parte porque con las horas que acumularía aquella tarde tendría un día libre extra y podría irme de puente a Sotogrande.
Salí a fumar un cigarro, para tranquilizarme. Cuando regresé, Ramón, el portero, mientras recogía todo el barullo que habían dejado los subsecretarios y sus constantes fiestas de cumpleaños, santos y aniversarios diversos, me dijo:
- Antonio: tengo un mensaje para usted. De parte de la alcaldesa.
- ¿Y qué dice?
- "Ten cuidado, estoy muy cerda"
- ¿¿¿Cómo??? ¿No será "Ten cuidado, estoy muy CERCA"?
- Eso es lo que me han dicho... Bueno, yo me voy don Antonio, hasta mañana...
Temblé. Y de repente, sin persarlo ni un instante, me fuí a toda prisa hacia su casa...
Para cuando descubrí que el recado no venía de ella, sino de don José María y que el mensaje que el portero me había dado era, efectivamente, incorrecto, ya era demasiado tarde.
Es buenisismo! Como me he reido.
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