Cada tarde, desde que estoy en paro, me asomo al balcón de mi casa y me fumo un cigarro. Las vistas no son muy buenas que digamos; mi balcón da justo enfrente de un mohoso patio interior de paredes empapadas y verdosas, pero si alzas un poco la cabeza, se ve el cielo y, si coincide que no está nublado, el color azul se me mete por los ojos haciendo que, por algún extraño encantamiento, la nicotina sepa mejor.
Lo malo son los ruidos que salen sin pausa del resto de balcones y que se quedan flotando junto a las paredes del patio: televisores a todo volumen, discusiones familiares, lamentos de enfermos, ladridos de perros, onomatopeyas de otros animales, llantos de desconsuelo...
A pesar de todo, lo más curioso es que desde hace unos días percibo un sonido que, oculto entre tanta cacofonía, me hace sonreír con picardía. Y es que, entre esa maraña sonora, escucho perfectamente a una pareja haciendo el amor, notándose especialmente los gritos de ella y el golpear duro y seco del cabecero de la cama contra la pared.
La pregunta que me hago es siempre la misma: ¿de dónde vendrán esos ruidos? He hablado -fingiendo naturalidad- con algunos vecinos, pero nadie parece saber nada, todos sonríen y callan, nada vio nunca a la mujer que grita cada tarde ni tienen ni idea de quién pueda ser, dicen.
Los ruidos del tercero no vienen, eso seguro. Allí vive don José, un anciano que está solo desde que su mujer desapareciera después de un viaje y, en la puerta de al lado, una pareja de barbudos que no hablan nuestro idioma y que suelo ver subir las escaleras con maquetas de aviones y de edificios emblemáticos de Madrid. Deben ser coleccionistas. Gente tranquila, buenos vecinos.
En el segundo, donde vivo, imposible. Estamos nosotros y don Ramiro, un veterano de la guerra de Bosnia cuyo único vicio es disparar su escopeta de aire comprimido a los incautos que pasean por el parque que tiene enfrente de la ventana de su cocina. Un bromista. Él no puede ser.
En el primero vive doña Paca, muy anciana, y su hija Rosa, aún más anciana que ella. A los del otro piso los desahuciaron y de momento allí no vive nadie. Así que por ahí, nada.
Y en el bajo imposible. Allí vive solo Daniel, que es striper o algo así, me dijo una vez, y que es tan amable ayudando a mi mujer siempre que la ve subir cargada con las bolsas de la compra.
La verdad es que no sé quién puede ser, pero me da igual, porque estos ratos del cigarro son solo míos, para mi paz y mi tranquilad. Incluso mi mujer, que tanto me quiere, lo sabe bien y por eso aprovecha para bajar a cualquier recado con tal de dejarme un rato solo y así permitirme disfrutar de uno de los mejores momentos del día: El cigarrillo de después. De comer.
Me ha encantado, Antonio. Me tienes enganchado a tus relatos
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