Al fin todos los años de universidad habían servido para
algo: me esperaban en mi primera entrevista de trabajo y tenía pinta de ser la
oportunidad soñada: uno: empresa multinacional con delegaciones en todo el mundo, dos: puesto de enorme responsabilidad –ya que había que tratar con productos esenciales para
los clientes- y tres: posibilidades de promoción. Eso decía el anuncio. Tal vez algo
pretencioso para referirse a un ayudante de cocina del búrguer, pero algo era
algo. Estaba deseando poner en práctica todo lo que había aprendido y con ganas
de demostrar lo que era capaz de hacer. La entrevista además fue muy sencilla:
- ¿Tiene experiencia
en el puesto?
- No
- ¿Sabe usted cocinar?
- La verdad es que no
- Bueno, ¿sabría usted
meter cosas en un microondas?
- Algo, sí...
- ¡Bien!
- Gracias
- ¿Sabe usted lo que
es una nevera?
- Por supuesto, acabo
de terminar la carrera de ingeniería industrial frigorífica
- ¿Es usted capaz de
aguantar diez horas de pie?
- No lo sé
- Bien, va usted muy
bien… Ésta es mi última pregunta. Si la respuesta me satisface, el puesto es
suyo…
- De acuerdo
- ¿Suele escupir en la
comida de otras personas?
- ¿Cómo dice?
- Que si suele escupir
en la comida de otras personas
- …
- Por favor, piense
bien su respuesta antes de contestarme. Le ruego además que sea sincero
- Bien, veamos… Esto
es difícil para mí… Pero vale, lo confieso: he llegado a hacerlo, eso sí en
casos concretos y puntuales y sumamente justificados, como por ejemplo cuando…
- No, no siga. Es
perfecto. El puesto es suyo. Empieza mañana.
Y así comenzó lo que yo suponía sería una exitosa carrera en
el proceloso mundo de la restauración, aunque los obstáculos no tardarían en
aparecer: el encargado del local, un antiguo veterano de la guerra de Bosnia,
ya me advirtió nada más conocerme con su tremenda voz, potente y engolada:
- Esto es una guerra,
Antonio. Lo clientes no dejan de disparar pedidos y nuestra tarea consiste en contraatacar con nuestros mejores platos.
- ¡Sí, señor!
- ¿Esta usted
preparado para empezar su turno, novato?
- ¡Señor, sí, señor!
- ¡NO LE OIGO!
- ¡SÍ, SEÑOORRRR!
- ¡ADELANTE, ENTONCES!
- ¡SÍ, SEÑOR!
- Si tiene algún
problema no dude en avisarme y yo le cubriré…
- ¡GRACIAS, SEÑOR!
No sé si la comparación con la guerra resulta lo más exacto
y acertado, lo que sí sé es que ese primer día aprendí a disparar salsas sobre
pan de hamburguesa como si no hubiera hecho otra cosa en la vida. Además,
resulté herido: me corté en la mano izquierda y me quemé un ojo con aceite.
Llevaba dos horas allí y estaba agotado. Llevaba tres y estaba molido. No podía
más. Pero el general no me daba tregua y me gritaba desde la barra:
- VAMOS, ANTONIO,
VAMOS, ¡IZQUIERDA, DERECHA, IZQUIERDA! ¡HIP, ALO! NO TE RINDAS, NO TEMAS A LA MUERTE , NOSOTROS NO TEMEMOS
A LA MUERTE :
¡NACEMOS MUERTOS! ¡LA MUERTE
ES NUESTRA NOVIA!
Sin embargo, en medio de aquella refriega, cuando tan solo quedaban dos horas para acabar el turno, ocurrió algo
impensado: se acabó la carne de hamburguesa. Fui corriendo a contárselo al
teniente, el cual se puso algo nervioso, aunque aparentó conservar la calma:
- Antonio, seguro que
esto es cosa de los comunistas serbios…
- ¿De quienes?
- Esos malditos… Sólo
nos queda recurrir a la táctica del factor sorpresa, recluta…
- ¿Qué táctica es esa?
- Ven, ven conmigo…
- ¿Dónde vamos?
- Es tu primer día,
pero te veo preparado, algo en ti me dice que tienes madera, chico, y sé que
algún día podrías salvarme el pellejo…
- Gracias, mi capitán
Me condujo a una sala anexa, oscura, con un pentáculo
dibujado en el suelo.
- ¿Dónde estamos,
señor?
- En la sala del
pentáculo
- ¿Qué es un
pentáculo?
- Un dibujo para
invocar al más allá, no me digas que nunca has visto ninguno
- No, no…
- Pues atento…
Y empezó a recitar una retahíla de salmos incoherentes,
mezcla de sánscrito, latín y croata… Para mi enorme sorpresa, a los cinco
minutos apareció una especia de nube de humo y, poco a poco, del humo apareció
una silueta, y de la silueta unos cuernos, y finalmente, de los cuernos hacia
abajo, surgió la abominable figura del mismísimo demonio, que rompió la
monotonía de las oraciones del militar con su voz terrible y cavernosa:
- ¿Quién osa llamarme
desde las profundidades del averno?
- Soy, yo, el
encargado del búrguer
- ¿Qué quieres,
criatura?
- Carne de
hamburguesa… como cinco kilos o así… Espera… ¡Chist!, ¡Chico! –me espetó- ¿Cómo cuánta carne crees que necesitamos?
Pero yo no podía contestar. Estaba alucinado. El coronel me
insistía:
- ¿Qué cuántos kilos necesitamos? ¿Chico? ¡Chico! ¡Eh!
Lancé entonces un grito agudo, estaba al borde del desmayo,
pero el propio demonio me abofeteó y me dijo:
- Antonio, déjate de
tonterías, no es el momento…. Dime cuánta carne necesitas y deja que me vaya, o
mi espíritu maligno errará sin descanso hasta el fin de los días por esta
hamburguesería
- Vale, vale, de
acuerdo… Déjeme ver… Creo que cinco kilos, serán suficientes para terminar hoy
el turno aunque, ya que se pone, traiga también dos cajas de patatas congeladas.
Y un barril de cerveza.
El demonio no se demoró y con un par de pases mágicos de sus
brazos en forma de pezuñas hizo aparecer el pedido ante mí. Después se esfumó.
Con lo que nos despachó fuimos finalmente capaz de acabar la jornada sin mayores
contratiempos.
Sin embargo al llegar a mi casa me resultó imposible
conciliar el sueño, todo lo que había vivido en el búrguer daba vueltas y vueltas en mi cabeza: el
demonio, la guerra de Bosnia, las raciones en vaso de cartón de patatas
congeladas… Decidí que no podía soportarlo y al día siguiente comuniqué al
almirante que abandonaba el trabajo. En el fondo me daba pena, pero acordarás
conmigo que tuve que hacerlo, que aquello no era ni medio normal.
Y lo peor de todo es que volví a estar en paro. Y así he seguido
hasta hoy, cuando he visto en mi correo electrónico una nueva oferta de
trabajo: asistente de catering en misas negras. La verdad es que no tiene mala
pinta para lo que hay hoy en día por ahí y, oye, al menos tengo un trabajo. Sí, mis años de
universidad han servido para algo…
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