Fui condenado y todo el peso de la ley cayó sobre mí, con todo el rigor que se reserva a las personas de mi calaña: pasaría una semana entera encerrado en una celda junto a David Civera, con el agravante añadido de que cada vez que me sentara o me tumbara, él me cantaría alguno de sus éxitos comerciales -a excepción hecha de los momentos en los que tuviera que hacer aguas mayores o durante las cinco horas al día en las que se me permitiría dormir.
Intenté apelar a los derechos humanos, a Amnistía Internacional, a la convención de Ginebra, pero mi propio abogado me hizo abandonar aquella idea debido a que en ninguno de estos textos o instituciones se hace referencia alguna a David Civera.
- Es inútil, Antonio. Olvídate de la apelación y trata de aguantar como mejor puedas... Bueno, yo ahora me tengo que ir porque tengo un partido de golf muy importante, pero la semana que viene iré a recogerte a la salida de la prisión...
Yo, humildemente, me considero un tipo resistente, un tipo duro, pero la magnitud de mi condena me hacía ahora dudar: ¿sería capaz de aguantar? ¿me desmoronaría por falta de voluntad? ¿saldría ileso de aquello? Estas y otras preguntas similares rondaban por mi cabeza cuando terminó el juicio, pero lo peor es que todas ellas iban a encontrar respuesta muy pronto.
Puntualmente a las once de aquella misma noche, el funcionario abrió con solemnidad mi celda y me presentó al señor Civera. Cerró después la pesada puerta de acero hermético tras de sí y nos dejó solos...
Casi inmediatamente comenzamos una especie de guerra psicológica entre ambos. Él observaba muy atento todos mis movimientos mientras que yo evitaba todo contacto visual caminando de espaldas y manteniéndome muy cerca de los muros de la estrecha celda. Pasado un tiempo decidí atacar, intentando así desviar su atención con preguntas tópicas:
- Se ha quedado buena noche, ¿eh? ... ¿Es tu primera vez? ...
Pero no me respondía. Su mirada fiera continuaba clavada en mí y me seguía sin desmayo a lo largo de mi errática trayectoria. Pasado un lapso de tiempo que no puedo calibrar, decidí pasar a mayores y lanzarle alguna puya personal:
- ¿Qué tal tu último disco?... ¿Vas a volver a actuar en las fiestas de Humanes?
Aquello le dolió, lo noté. Frunció el ceño, aunque enseguida se recompuso y sentí como, en un esfuerzo que provenía desde algún punto de su interior, enfocaba sus energías y redoblaba en su empeño con mayor entereza.
No sé cuántas horas pasaron, muchas supongo, porque empecé a notar que mis piernas flaqueaban, que mi vista comenzaba a cansarse, que mi boca estaba prácticamente seca. Me encontraba al punto de caer y rendirme y él lo sabía. Con una sonrisa sardónica así lo demostraba.
Llegado a cierto punto de no retorno, intenté ganar tiempo haciendo de vientre: aquello me permitiría tomar un pequeño respiro y pensar un poco, aunque por otro lado me vaciaría por dentro y el hambre no tardaría en ser otro enemigo. Su cruel sonrisa era la prueba de que todo estaba saliendo según su plan.
Regresé sin grandes esperanzas ni mejores planes y retomamos nuestro combate táctico. No sabía cuánto tiempo más podría aguantar y temía por mi integridad y por mi vida, había perdido la batalla mental y era consciente de ello.
Y así fue: no tardé en claudicar. No pasó mucho tiempo antes de que me rindiera y cayera sobre el frío y húmedo suelo de la prisión. Me encontraba totalmente agotado tanto física como mentalmente y tan solo me quedaba aceptar mi derrota. Sin fuerzas ni ganas para nada más, ahora me preparaba para sufrir en vivo y en directo -y a bocajarro- el pop fresco y desenfadado de esta rutilante estrella musical y mediática aunque... para mi sorpresa, no oía nada. Nada. No sé si por mi propio agotamiento o porque David, ufano, saboreaba mudo su victoria.
Pasados unos instantes para mí eternos oí por fin su voz. Calmada, suave:
- Antonio, tranquilo. No voy a cantar. De hecho no soy David Civera: tu propio miedo te ha derrotado. En tu angustia has hallado a tu peor enemigo. Por eso has caído. Pero no pasa nada: en tu mente está también la solución para calmar la ansiedad. Recapacita y busca el...
Lance entonces un grito desesperado. Ahora me daba cuenta, era cierto: quien estaba conmigo no era David Civera, pero lo había reconocido y ahora comprendía que la tortura iba a ser si cabe mucho mayor que cualquier cosa que hubiera osado imaginar. No comprendía cómo no me había dado cuenta antes. Maldije la crueldad de la justicia, pero no había nada que hacer: iba a pagar con creces por todos mis crímenes: Ante mí estaba Paulo Coelho...
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