Que la vida te puede cambiar en un minuto es algo que se aprende viviendo... Lo que voy a contar ahora sucedió, me sucedió, el otro día y quiero contarlo no para quedar yo bien ni para mostrarme como ejemplo de nada, que no lo soy, sino porque tal vez pueda servir a otras personas. Fue más o menos así:
Eran poco más de las dos de la tarde y hacía bastante calor, como por otra parte es normal en el mes de julio en Fuenlabrada, y vengo en mi coche, solo, dirección a casa, a comer. Circulo despacio y con las ventanillas completamente abiertas, intentando que la brisa cálida del exterior ventilara un poco el ambiente cargado del interior del automóvil. Me toca esperar en todos los semáforos de la calle Móstoles, tuerzo a la derecha en la fuente de Vogue, llego hasta el paso de peatones y giro a la izquierda por la calle de la Arena. Estoy llegando. Avanzo despacio, con el sol rebotando en el parabrisas, cuando a lo lejos veo que un par de personas bloquean la calle. De lejos no lo aprecio bien, pero parecen discutir. Poco a poco me acerco a ellos. Un hombre y una mujer. Espero que al verme venir se suban a la acera. Debo aminorar por ello. De repente, el hombre, en un arrebato de furia, suelta el brazo y le da un puñetazo a la mujer en la cabeza. Un puñetazo. Así, como lo lees.
Esto, que es muy fácil de describir, es muy desagradable de contemplar. El cuerpo se me contrae, el vehículo sigue avanzando muy lentamente con su inercia, el eco del puñetazo llega en ondas hasta mí una y otra vez. Finalmente piso el freno porque ya estoy pegado a ellos. Efectivamente se trata de un hombre, si es que merece este nombre, que se aparta, y de una mujer quien, con la cara ensangrentada, se acerca hasta la ventanilla abierta y me suplica, me grita:
- ¡¡POR FAVOR, LLAME A LA POLICÍA, POR FAVOR, POR FAVOR!!
Es una mujer mayor que yo, con una pañuelo en la cabeza, con buena dicción de castellano pero ligero acento tal vez magrebí. Detrás de mí ya hay otros coches que tienen también que detenerse porque la calle es de único sentido. La miro. Sí. Es sangre. Sangre de verdad. Sí. Es una mujer. Asustada. Desesperada. Sin otra salida que pedirme a mí, un desconocido, la primera persona que tiene a mano, que llame por favor a la policía.
Es entonces cuando me toca actuar. ¿Qué hacer? ¿Irme a casa y llamar a la policía como me pide? ¿Y dejarla entonces allí, junto a aquel hombre que la acaba de golpear y al que de momento no veo y no sé dónde está? ¿Y la policía cuánto tardará en venir? ¿Será demasiado tarde entonces?
Como digo, hay minutos que cambian una vida y este es uno de esos. No tal vez para mí, pero sí para ella. Así que en una décima de segundo veo que la mejor solución no es llamar a la policía desde mi casa. No, no voy a hacer eso.
- Suba
Le indico señalando a la puerta de copiloto. Y la mujer sube. Sube y arranco y poco a poco nos alejamos de aquella calle abrasada por el sol y la sangre. En principio no hablamos, sólo la escucho llorar. El corazón se me encoge, tal vez por eso no reacciono hasta pasados unos segundos tras los que le ofrezco un paquete de pañuelos de papel que llevo junto a la palanca de cambios.
- Ya tengo - me dice.
Es entonces cuando me atrevo a girar la cabeza y puedo ver como con su pañuelo intenta limpiarse la sangre y las lágrimas del rostro. Su miedo es tan grande que noto como se me hielan los huesos en plena tarde del mes de julio. No me salen las palabras, no llevo -raro en mí- la radio puesta, tan solo el ronroneo de motor nos acompaña. Aunque pronto otro sonido surge de la nada: el teléfono móvil de ella, que con el típico sonido enervante tirurirurí parece amenazarnos desde lejos.
- Es mi marido. Me ha pegado.
- Sí, lo he visto
- Es porque mi marido... - Y trata, entre sollozos, de explicarme toda una serie de causas que han desembocado en esta agresión estúpida en mitad de la calle.
- Por favor, tranquilícese, a mí no hace falta que me cuente nada ahora. Tampoco tiene que contestar al teléfono. Sólo intente tranquilizarse, vamos a la comisaria como usted me pidió y allí contará todo.
Y no contesta al teléfono, que sigue sonando y sonando, cada vez más lejano. Llegamos a la comisaria y pasamos varios filtros de policías que nos ven y que nos van dirigiendo a diversos lugares. Ella me sigue y parece más relajada, más segura, aunque su cara es un poema, un auténtico poema que yo no creo ser nunca capaz de escribir. Un poema de dolor arrastrado durante generaciones, un poema de vida o muerte en un minuto.
Y por fin un agente nos sienta en un despacho. Allí caigo en la cuenta de que a pesar de toda esta aventura desagradable que estamos viviendo juntos no sabemos cómo nos llamamos cada uno, así que le pregunto:
- Yo me llamo Antonio, ¿y usted?
- M.
- Encantado
Y no puedo seguir porque ahora, más tranquilo, noto como las lágrimas de M. no son solo suyas, son de mucha más gente de aquí y de allí, de antes y de ahora. Y también son mías, así que no digo nada más porque no puedo, intento no llorar. Y lo consigo, pagando con ello el precio del silencio. Hasta que el agente vuelve.
Y las cosas funcionan así, por si alguna vez te has preguntado cuál es el protocolo en casos de violencia de género: Un par de agentes se llevan a M. al ambulatorio para realizar un parte de lesiones, un patrulla ya está de camino de su casa para detener al marido y yo ya estoy declarando como testigo. Cuando termino, el agente me dice que esa misma tarde me llegará a casa una citación para el juzgado y que mañana por la mañana se celebrará un juicio rápido.
Y así es. Por la tarde recibo la citación y por la noche me cuesta dormir, pese a lo agotado que me ha dejado el día, sus vicisitudes y sus calores. Todavía no ha terminado todo. ¿Se celebrará el juicio? ¿Se retirará la denuncia? Lo único que sé es que a mí no me valen poses de crítico de boquilla contra la violencia de género, que soy testigo y que tengo que ir y ayudar en lo que pueda a esa mujer con la que la casualidad ha querido que me cruzara. L. me dice:
- Ha tenido suerte de encontrarse contigo. Otro hubiera pasado de largo y no hubiera ni llamado a la policía, como ella pedía. Otro no madrugaría para ir al juicio.
Y pienso:
- No sé si es suerte. No sé si yo soy más que nadie por eso. Es más, no lo soy. Hago lo que cualquier persona haría. Cualquier persona que se quiera llamar persona. No me interesa lo que puedan hacer los que no merecen ser llamados así. No quiero ser como ellos, aunque en el fondo nos parezcamos. Y yendo es como tengo la oportunidad de decirme a mí mismo quien soy. Nada más.
Así que allí estoy, en el juzgado, a la mañana siguiente. El juicio se retrasa, pero a eso del mediodía declaro lo mismo que en comisaria y me marcho. Regreso a mi casa cansado y somnoliento, pero tranquilo. En un minuto, en mucho menos, fui testigo de una agresión y en un décima de segundo decidí que aquella mujer subiera en mi coche. No es que mi vida haya cambiado, es verdad, supongo que todo esto el tiempo lo irá erosionando hasta quedarse finalmente en una anécdota que contar cuando venga a cuento. Pero espero de verdad que se haya cumplido el deseo de M., el deseo que me dijo cuando intentaba contarme la génesis de aquel puñetazo, punta de iceberg de una vida manchada por la violencia:
- Que se vaya, que se vaya de mi vida, sólo quiero que se marche y no verle más.
Sí, M., ojalá tu vida sea tuya, de quien tú quieras y de nadie más, y ojalá nadie te vuelva a poner la mano encima si no es para acariciarte viejas cicatrices. Y que la vida te sonría, que es algo que yo no pude hacer mientras te acompañaba el otro día a la comisaría de policía de Fuenlabrada. Espero que me comprendas. Cuando nos despedimos me diste las gracias. Pero soy yo, yo, y mucha gente más quienes te damos las gracias a ti, mujer valiente.
Ufff... Pues sí, Antonio, fuiste valiente y le diste sentido a la palabra persona.
ResponderEliminarEspero que, al final, la historia acabe bien.
Un abrazo.
gracias
ResponderEliminarSituaciones más bien guiadas por el instinto y en este caso que cuentas Antonio, tu instinto fue como debe de ser.
ResponderEliminarBy the way, soy Rafa, el delgado.