Le enfocan todas las cámaras de televisión, mas permanece tranquilo. La gorra de plato bien calada, el rostro maquillado, el bigote recto y orgulloso. El público abarrota la sala, la puerta del juzgado, las calles adyacentes. El país entero se agolpa frente al televisor.
El día anterior había sido fresco para ser aún mayo. Las alondras habían volado excitadas en el cielo azul celeste. El hueco de los ascensores andaba todavía lleno de ceniza. Nuestro país digamos que podría parecer normal.
Una limunisa había traído al general con la misma gracia con la que sus tanques habían dado un golpe de estado en un principio, con el mismo encanto con el que habían combatido en la posterior guerra. Con la misma gracilidad. Igual de eficaces.
Ahora, bastante más mayor, se escondía detrás de sus medallas y su supuesta demencia: "El único recuerdo de la guerra es el día de la muerte de mi hermano", era toda su respuesta a las preguntas del fiscal. Pero el general no tenía hermanos, ni siquiera familia. Todo lo fingía.
Mi hermano sí que había sido ametrallado en un descampado cerca del cuartel después del golpe. Yo sí recordaba eso. Eso y muchas cosas más.
Y es el motivo por el que, pese a mi posición de juez, desenfundo mi pequeña pistola, le apunto entre los ojos. Y disparo.
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