Mi padre murió pobre, por eso tal vez valoro tanto lo único que me dejó: sus consejos. El que más me repetía siempre era "no te fíes de las autoridades", junto con su frase estrella, perla de sabiduría, "cierra la puerta, que se escapa el gato". Ambos pensamientos me han acompañado siempre a lo largo de mi vida y me han hecho ser el hombre que hoy soy.
Por eso, la semana pasada, cuando un equipo de científicos embutidos en trajes de apicultor vinieron a pedirme que abandonara mi casa urgentemente pues la central nuclear de las afueras de la ciudad había tenido una fuga bastante notable les dije que me dejaran en paz, que no me importaba lo que me dijeran esos estafadores de las autoridades sanitarias. Y que tenía que cerrar la puerta, que se iba el calor y se me escapaba el gato.
Volvieron a llamar.
- Pero señor, compréndalo, su vida corre peligro...
- Como siempre - Les dije.
- Ya, pero ahora más. Una fuga nuclear puede causar gravísimos problemas de salud, algunos irreversibles...
- Tos ya tengo
- Peor
- ¿Gastroenteritis?
- Peor
- ¿Peor qué?
- Ceguera, aplopejía, mutaciones... Algo muy jodido, en serio...
- Miren, eso mismo es lo que me dijo una pareja de testigos de Jehová que podría pasarme si seguía masturbándome y aquí me tiene. Me arriesgaré. Adiós muy buenas.
A pesar del portazo que les di en las narices siguieron insistiendo, llamando a la puerta a cualquier hora y aporreando la puerta continuamente. Estuve dos noches sin poder dormir debido al ruido de los helicópteros y a su megafonía de mensajes apocalípticos pidiéndome que saliera del edificio. Pero después de ver que no les hacía caso me dejaron en paz. Todos los vecinos se habían ido. Estaba solo por fin.
Comencé entonces una nueva y plácida vida. Vale que de vez en cuando las paredes sudaban una sustancia pegajosa de color verdoso y que mis gatos habían empezado a incorporar algunos genes humanos a su cadena de ADN que probablemente se habían esparcido desde las uñas y cabellos que estaba perdiendo de manera constante y sin remisión. Uno de ellos había empezado incluso a hablar, nada coherente, no más que una farfolla insustancial y vacía repleta de lugares comunes. Entre eso y sus rasgos cada vez más humanoides no pude evitar caer en el parecido evidente: imagínate que entras en tu casa y te encuentras un gato clavadito a Eduard Punset, el célebre gurú de la segunda cadena. El otro era aún peor porque no solo cantaba rancheras al estilo de Bertín Osborne, que era el disco que ponía en bucle en el spotify, sino porque se permitía aconsejarme sobre todo lo que hacía. Así las cosas decidí marcharme o matarlos, no podía soportarlo más. Seguramente la sobredosis de uranio en mi organismo me estaba volviendo loco también, eso no lo sé.
Un día como otro cualquiera, proponiéndoles con cualquier excusa ir al río Alberche a pasar el día, les convencí para entrar en un saco para que no les vieran los taxidermistas ni los coleccionistas de gremlins del restaurante chino de mi barrio. Al pasar por el puente de Pelayos de la Presa, apreté el nudo y les arrojé por el pretil.
Imitando su voz gatuna canté, mientras caían al vacío, procuro olvidarte siguiendo la senda de un pájaro herido...
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