Dinero siempre se necesitaba en casa de su abuela, que era quien se encargaba de darle salud y cariño; así que empezó a trabajar en un taller de relojes. Pasó de aprendiz a maestro en relativamente poco tiempo, se convirtió en el paciente artesano que hace relojes de principio a fin. Su fama crecía a la vez que su cuerpo, dejaba poco a poco de ser un muchacho.
Poco antes de morir su abuela le contó todo: la invasión, los aviones, las bombas, el coche de sus padres saltando por lo aires. Y que no hubo explicaciones, que nadie pidió perdón. Ni hubo culpables, ni hubo pesquisas. Y no fueron los únicos muertos sus padres, no era él el único huérfano; miles de historias similares se oían a veces en los mercados, cuando la guardia no estaba presente. También en algunos locales de ocio donde no entraban extraños. Allí se hablaba de cosas y allí los conoció. Quiso ayudar.
Ahora por fin ha encontrado su sitio: programa la hora y explota la bomba. Los invasores, sin embargo, siempre vuelven, no acaban nunca. Pero si algo tiene -y lo tiene- es paciencia. No serán infinitos los invasores...
Qué buen final para una historia tan sorpresiva como triste. Lo que más me gusta del texto es cómo, en cuatro párrafos, se asiste a una radical transformación de la personalidad, sin que por ello, quien lee sienta que fue un movimiento forzado. Un saludo!
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