Cuando vimos aparecer los platillos volantes nadie se asustó: ya estábamos hechos a todo tipo de campañas publicitarias cada vez más rocambolescas y agresivas, por lo que cada uno comentó una cosa:
- Anda, ya es primavera en el corte inglés
- Mira, la cocacola sabor plutónico
- ¡Hostia, los del detergente ese que viene del futuro!
- Etc.
Pero poco más, estábamos disfrutando de una tarde tranquila en el río Alberche y nadie quería que le cortara el rollo aquella especie de pedigüeños siderales en busca de clientela que impresionar.
En lo que a mí respecta, me sumergí de nuevo en el río, pues me había parecido ver una moneda de veinte céntimos y no quería que se me adelantara el niño con las gafas de bucear que merodeaba por allí. Cuando volví a emerger con la moneda entre los dientes no me lo podía creer, la boca se me abrió y el preciado trofeo volvió a caer lenta pero firmemente hasta el fondo: todos, absolutamente todos, habían muerto. Por una vez habían resultado ser extraterrestres de verdad, quién lo iba a pensar, y habían acabado con todo rastro de vida gracias a una especie de rayo mortífero, supuse.
Salí corriendo del agua, agarré mi revoltillo de ropa y la toalla y me metí en el coche con intención de dirigirme al pueblo más cercano para buscar ayuda. Por el camino, un rastro de desolación y muerte era la prueba evidente de que la destrucción había sido a nivel planetario, si bien los atentados inmobiliarios que abundan alrededor de la M-501 no es que ayudaran mucho a imaginar otra cosa que digamos.
Llegué a San Martín de Valdeiglesias esperando encontrar algún superviviente. Estaban en fiestas y cerca de la carpa de la discoteca móvil se veían algunas luces mortecinas. Hacia allá me dirigí y lo que vi fue absolutamente abominable: cientos de cuerpos destrozados de socios de peñas taurinas y jubilados adictos al chinchón y al pasodoble yacían desperdigados por el suelo.
Entré en la cabina de lo que en otro tiempo había servido de camerino de artistas y para mi sorpresa allí estaba él como único superviviente. Se trataba de Sergio Dalma, que estaba a punto de actuar en aquella singular localidad esa misma noche. Nos abrazamos emocionados al darnos cuenta de que éramos los últimos habitantes con vida del planeta y nos contamos nuestra experiencia. Paradógicamente él había sobrevivido al intentar suicidarse sumergiendo la cabeza en un barreño ante la triste perspectiva de actuar en aquel sitio. Era evidente que el agua nos había salvado.
Juntos nos apresuramos hasta el aparcamiento y arrancamos la furgoneta de la gira de Sergio para dirigirnos al pantano de San Juan, un amplio remanso que el río Alberche forma artificialmente en torno a una serie de presas de cemento. Pensábamos pasar la noche sumergidos en el agua, respirando a través de unas pajitas que habíamos tomado de uno de los chiringuitos del pueblo en fiestas, pero no hizo falta: poco a poco el rumor del agua fue creciendo y creciendo y, del fondo abisal del imponente pantano de San Juan, emergió la nave nodriza, enorme y amenazadora. Una compuerta se abrió y unos extraños seres bajaron en haces de luz hacia nosotros. Iban armados, nuestro fin estaba cerca.
Entonces, en una demostración de reflejos y sangre fría, Sergio Dalma asestó un certero puñetazo en el rostro de una de aquellas criaturas y le quitó su fusil galáctico. En una milésima de segundo acabó a tiro de láser con el resto del escuadrón. Después, aprovechando la fuerza gravitatoria de la luz que procedía de la nave, ascendió hasta la compuerta principal y penetró en su interior. Mientras tanto, yo le cubría con mis disparos gracias al arma que pude arrebatar de uno de los alienígenas calcinados por el bueno de Sergio.
Llegamos al control central, donde una inteligencia superior nos saludó. Sin tiempo para pensar nada, Sergio Dalma se puso a disparar como loco contra el centro de mandos, hasta que la nave nodriza cesó su actividad. Entre gritos y risas nos abrazamos, habíamos salvado al mundo. Bailamos pegados.
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