domingo, 7 de febrero de 2016

ALLÍ ESTABA, ENTRE MIS MANOS, UNA HISTORIA FANTÁSTICA

No me gusta contestar al teléfono cuando anochece. Muchos hay por ahí que piensan que soy un excéntrico, o que odio a la humanidad en general, el orden establecido, los principios de urbanidad, la civilización... Nada de ello, sin ser del todo mentira, es motivo principal. Hay también quienes piensan que dedico las noches a actividades censurables y aberrantes como, por ejemplo, ver el concurso ese de niños que cantan en televisión. Pero nadie, ni unos ni otros, tienen ni idea.

La realidad es que, desde hace ya casi cuatro años, he instalado en el cuarto de invitados un laboratorio secreto dedicado a la miniaturización, a hacer las cosas pequeñitas. A mi mujer no es que le haga mucha gracia, porque cree que los niños corren peligro o no sé qué me dijo una vez. Ve mucha televisión, creo.

El caso es que las cosas me iban bien: suelo salir a eso de las siete del locutorio de fotocopias donde trabajo y tengo así toda la noche para dedicársela a mis experimentos.

Por eso, el otro día, cuando el teléfono se puso a sonar, no hice caso. Colgaron. Luego otra vez. Y otra. Yo, ni caso: tomaba un trago de la petaca de güisqui, apretaba un tornillo, descomponía en unidades menores un átomo de uranio... O sea, lo normal. ¡Y vuelta otra vez a sonar! Me estaba empezando a poner nervioso, no podía concentrarme en el soplete. Caí entonces en la cuenta de las fechas en las que estábamos. El móvil no tardó en volver a sonar. Esta vez respondí:

- Dígame
- Antonio, ¿estás ahí?
- ¿Dónde?
- Ahí
- ¿Ahí dónde?
- Ahí, que si estás ahí, ¡dónde va a ser!
- Pues no sé. Estoy aquí.
- ¿En el laboratorio?
- ¿Quién eres?
- Antonio, soy yo, Iñaki, el de la uno
- Ah, Iñaki... vale, vale, ya sé... No me digas que...
- Sí, otra vez... Te necesitamos. Urgentemente.
- ¿Qué sucede?
- Necesitamos una miniaturización. Es para Ramón. Ya sabes, lo de otras veces...
- ¿Cuánto pagáis esta vez?
- Lo de siempre
- Pero hoy es nochevieja: quiero un diez por ciento más
- ¡Qué cabrón eres!
- Es lo que hay
- De acuerdo, ¡pero ven rápido!

No había tiempo que perder: siendo para Ramón, en nochevieja y con el reloj marcando ya más de las ocho de la tarde iba con el tiempo justo.

Entreabría la puerta del cuarto y a lo lejos oí el sonido estridente de un niño destrozando una canción de Leonard Cohen. Eso quería decir que mi mujer estaba distraída con la tele como siempre y que tenía una par de horas de margen, era mi oportunidad. Con sigilo entré en la habitación de mi hijo mayor:

- Marcelo, hijo, necesito que te montes en la nave otra vez
- ¿Otra vez, papá?
- Sí, pero no se lo digas a mamá, ¿vale?
- ¿Y la bici?
- ¿Qué bici?
- La última vez me prometiste una bici
- ¡Claro, claro! Sí, la bici... ¡La tengo ya! Para reyes te la traigo
- ¿Seguro?
- Fijo
- Bueno, pues venga, entonces vale...

Sin tiempo que perder coloqué a mi hijo en la cápsula, disparé el rayo miniaturizador y lo introduje a continuación en una jeringuilla con suero fisiológico. Después, me descolgué por la ventana para evitar así ser visto por mi bendita esposa y aceleré hasta el edificio de Torrespaña. Allí me esperaba Iñaki.

- ¡Gracias a dios, Antonio! ¡A ver si tú y tu hijo podéis volverlo a hacer!
- ¿Otra vez lo mismo?
- Sí, ya sabes: Ramón García, como es tan buena persona, ha sido incapaz de rechazar cada polvorón que unas señoras de Fuenlabrada que han venido esta mañana al programa de Mariló le han ido ofreciendo durante todo el día, y claro, ahora mismo tiene el intestino atascado...
- No te preocupes, ya sabes que en esta jeringa llevo a mi hijo minuaturizado sentado a los mandos de una nave biónica que yo mismo he ido construyendo a ratos libres en mi casa. Con su rayo atómico incorporado disolveremos el engrudo semidigerido de tanto polvorón y Ramón podrá volver a presentar las campanadas con una sonrisa en la cara y su capa al viento

Y así exactamente es como sucedió: inyecté a mi hijo en el esófago del afamado y veterano presentador bilbaíno y mi hijo, con su pericia habitual de pilotaje ganada tras una infancia dedicada a la play station, logró disolver el rígido excremento que bloqueaba su intestino grueso.

Tras unos minutos que se me hicieron eternos, acompañe a Ramón García al baño con una palangana con el fin de recoger con todo el amor del mundo a mi querido hijo del fondo del barreño. Contuve las lágrimas, pero no lo besé. Lo envolví en un pañuelo que coloqué en mi puño cerrado y me lo llevé al bolsillo: allí estaba, entre mis manos, una historia fantástica.

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