martes, 1 de julio de 2014

SUPERVIVIENTES

Desde luego ni yo ni nadie, creo, estábamos preparados para la guerra nuclear.

Algo -poco- había oído en las noticias, pero siempre desde lejos ya que mis compañeros de piso me odiaban por ser pobre, feo y desagradable, o eso decían a mis espaldas cuando pensaban que no les oía.

Cada noche se reunían para ver la televisión en grupo mientras yo me escondía en mi guarida, solo. Únicamente emergía de mi letargo por las noches, para comer en silencio las trozos de pizza resecos que los habitantes de aquel piso nauseabundo solían dejar sobre la mesa del comedor.

Así que la guerra me pilló por sorpresa.

Recuerdo estar debajo de la cama, medio dormido, esperando que todos se acostaran, cuando escuché la gran explosión que devastó la ciudad. Después, el ruido de los edificios derrumbándose, los llantos lejanos. Y después el silencio.

Cuando llegó la noche me atreví a salir de mi escondrijo. No se oía nada. La radioactividad era una cortina de lluvia ciega y sorda que caía en esos momentos sobre las ruinas y los cadáveres. ¿Sería yo el único superviviente? Traté de gritar, de pedir ayuda. Vagué entre los cascotes. Pasaron las horas. Amaneció.

De repente algo, entre unos trapos, pareció moverse. No, no estaba solo. Alguien como yo había sobrevivido. Me acerqué. Sí. Nos acercamos. ¡Sí! Nos frotamos mutuamente las antenas y nuestros cuerpos negros cubiertos de polvo se estremecieron. ¡Sobrevivimos! ¡Habíamos sobrevivido!

El mundo, por fin, era nuestro...

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