...We dance like marionettes swaying to the Symphony of Destruction...
(Symphony of Destruction, Megadeth)
- Si M80 vuelve a emitir la canción Hotel California del grupo Eagles, el universo colapsará y el continuo espacio-tiempo se plegará sobre sí mismo, causando la destrucción de todo el espectro visible e invisible de partículas. Se formará un descomunal e inimaginable agujero negro que absorberá hasta la última radiación cósmica, generándose por tanto un vacío absoluto, una singularidad muy lejos del alcance de la compresión humana.
Estas fueron las últimas palabras que, sin gran emoción ni excesivo énfasis, todo hay que decirlo, el profesor Lukovitsch dejó grabadas en mi buzón de voz. Nunca volví a saber de él. Voy a intentar explicar lo que pasó...
Justo un año antes, el profesor y yo habíamos empezado a estudiar los efectos que ciertas y muy concretas ondas sonoras ejercían sobre diversos objetos y materiales, llegando a la pasmosa conclusión de que si un cierto tipo de onda sonora impactaba repetidamente (¡aún de forma discontinua a lo largo de días semanas o años!) contra una misma superficie, la vibración podría llegar a causar la desintegración de algunas de sus partículas, debido a que la energía de dichas ondas sonoras inusuales provocaban el desplazamiento y consiguiente choque de determinados electrones contra la corteza de sus propios núcleos, causando esto a su vez la aparición de antipartículas que, en contacto con sus partículas homólogas equivalentes, desaparecían.
Aún más sorprendente era que el profesor había deducido una ecuación mediante la cual se ponía hallar la frecuencia concreta de ondas sonoras "especiales" en las que podrían estar contenidas las longitudes de onda sucesivas exactas para producir un gran cataclismo. Por consiguiente, bastaría con reproducir esos sonidos millones de veces a lo largo de un determinado periodo de tiempo para que la carga energética destructiva de dichas ondas indujeran al caos a una porción de materia bastante elevada, todavía por determinar. Llegado el caso, una hipotética reacción en cadena podría aumentar la entropía del sistema hasta límites insospechados.
Yo era el único, aparte del profesor Lukovitsch, que conocía la ecuación y las conclusiones a las que ambos habíamos llegado después de múltiples experimentos y noches sin dormir de incesante actividad bajo los efectos de estimulantes eran las que siguen:
1- La sucesión de ondas sonoras o, como coloquialmente la llamábamos- "la melodía maligna", había de ser en apariencia "benigna", en concreto una secuencia "musical" que probablemente sonaría agradable al oído humano, pudiendo tratarse casi con toda seguridad de una "canción" en la que participaran múltiples instrumentos simultáneamente.
2- Dicha canción debía de haber empezado a sonar o estar de moda a mediados/finales de los años setenta o tal vez a principios de los ochenta, segmento de maldad y crueldad absoluta en la historia de la música.
3- Que por el mismo motivo la canción habría de estar compuesta por un grupo norteamericano pocos años antes de la proclamación de Ronald Reagan como presidente de los Estados Unidos o, tal vez, por uno británico justo antes del nombramiento de Margaret Thatcher como primera ministra del Reino Unido.
4- La canción sería imposible de bailar.
5- La composición adolecería del fenómeno conocido como "gusano cerebral" o "mal de repetición", es decir, obligaría a los que escucharan esta canción a tararearla mentalmente durante varias horas (y contribuir por tanto a redoblar sus efectos nocivos) hasta que algún despiste mental importante o una impresión violenta acudieran al rescate.
Evidentemente el profesor había logrado resolver el enigma y había puesto pies en polvorosa pero, ¿adónde habría ido? ¡A su edad! Además, era inútil escapar de un cataclismo semejante. ¿O no? ¿Tal vez existía algún tipo de "plan B" y me lo había ocultado? ¿De verdad era posible revertir de algún modo aquella catástrofe? No tenía ni idea. Al menos el tío había tenido la decencia de avisarme antes de disponerse a disfrutar de los últimos instantes de su vida, si es que todavía estaba vivo y si es que aún le quedaban ganas de disfrutar.
De todas formas yo no podía perder más tiempo. Encendí la radio. Sonaba un tema de Scorpions. Respiré hondo y comprendí que tal vez no tendría muchas opciones, pero que, pese a todo, tenía que tratar de detener aquello, que tenía que intentarlo. Salí corriendo como alma que lleva el diablo hacia la calle, hacia mi coche. Al entrar volví a conectar la radio.
Al poco, una simpática locutora anunció Dancing Queen de Abba. La ausencia total de lógica en la concatenación de temas que regía en aquella emisora hacía que el maligno sonido fatídico pudiera sorprenderme en cualquier momento. Estaba desesperado. Sudaba. Notaba en las sienes el latido de mi propio corazón. Con mano temblorosa recalculé en el GPS la dirección de la emisora y pisé el acelerador. Al incorporarme a la autopista empezó a sonar Hold the Line de Toto. Spandau Ballet: Gold. Lenny Kravitz con American Woman. El desastre estaba servido.
De repente, la sensual voz de la presentadora anunció con ese tono de voz mezcla de canturreo y profesionalidad:
- Y ahora, ¿a quién no le apetece escuchar nuevamente Hotel California de Eagles? Siempre es buen momento para oírla una vez más, un día más, otra vez. Yo la escucharía continuamente, la verdad...
- ¡NOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOOO!!!!!!!!! -Grité.
Di un frenazo y paré en el arcén de la autopista. Bajé la ventanilla y miré primero al cielo, después al horizonte. No sucedió nada. Al menos nada anormal. Algo había fallado.
Salí del coche y abrí el maletero. Busqué y rebusqué, entre el montón de trapos sucios y bolsas de supermercado vacías, mi maletín. Me lo llevé hasta el asiento del copiloto y comencé a repasar los resultados de nuestros últimos experimentos. Aquella nube de números y datos me desconcertaba, no podía pensar. El pulso me latía a mil por hora, me iba a desmayar, pero necesitaba relajarme. Abrí la guantera y di un trago de la petaca de emergencia. Continué leyendo. Leí por encima una página, dos, tres... diecisiete.
Entonces lo vi. Y de repente comprendí: el profesor había cometido un fallo mínimo en un resultado parcial y su sustitución en cálculos y ecuaciones sucesivas había trastocado todo. Con la poca tranquilidad de la que disponía, saqué un folio en blanco y me puse a calcular rápidamente. Apenas podía sujetar el bolígrafo, pero la solución me iba saliendo al paso, poco a poco, como un animal esquivo y herido que sabe que terminará siendo cazado.
Finalmente hallé un resultado definitivo. Todo estaba claro. Sí, efectivamente habíamos cometido un grave error: la canción no habría sido compuesta en los años setenta, sino mucho después, tal vez a principio de los ominosos años noventa (¡Claro, que idiota!), y ni siquiera tenía que parecer una canción "benigna" o "buena". Es más, al instante, casi cualquier persona con un mínimo de sensibilidad podría llegar a la conclusión de que sus ondas sonoras podrían ser capaces de generar mucho dolor. Por lo demás el pronóstico del profesor era correcto: canción imbailable de gusano cerebral... Bien. Pero, ¿qué coño de canción sería aquella? Mentalmente intenté hacer un repaso de canciones horripilantes y potencialmente destructivas que se hubieran escuchado en los años noventa, pero me era imposible concluir nada, la lista era demasiado amplia. De fondo se oían los "such a lovely place, such a lovely face" y todo lo demás del mítico tema de los Eagles. Hasta que terminó y no pasó nada especial. El mundo siguió girando.
Entonces, la melosa voz de la locutora anunció, de manera directa y dura, sin preámbulos Everything I do, de Bryan Addams. No me dio tiempo a más, supe entonces, al instante, que el fin del mundo había llegado. Y así fue: Comenzó la intro de piano y el mundo visible fue, lentamente al principio pero en franca aceleración, contrayéndose. El universo desaparecía replegado sobre sí mismo con cada acorde, con cada nota, velozmente al final, hasta quedar reducido a la nada poco después de que las últimas ondas de radio temblorosas portaran a través del horizonte de sucesos aquel sentido solo de guitarra...